¿Todavía puede un Estado ser moral?
Miguel Ángel Polo Santillán
La
pregunta no es ociosa, pues los Estados actuales frecuentemente no cumplen con
sus promesas, nos envían a la guerra, cobran más impuestos a los de abajo que a
los de arriba, agreden y matan a los que salen a protestar por sus derechos,
desatienden a los más pobres, no sancionan a los ricos que infringen la ley,
nos ocultan información o nos mienten, recortan nuestras libertades, hacen mal
uso de nuestros impuestos, maltratan a los ancianos y enfermos, etc. Y todos
reconocemos que eso es inmoral. ¿Puede ser moral el estado actual?
En la
antigüedad, tanto el pensamiento político griego como chino tuvieron la
intención de moralizar al Estado. Aristóteles (s. IV a.C.) decía que la finalidad
del Estado era la felicidad de los ciudadanos, y para lograr eso, los políticos
y los ciudadanos debían ser virtuosos. Mientras que Mencio (s. IV-III a.C.),
siguiendo a su maestro Confucio, sostiene que el gobernante debiera ser una
persona benévola y recta, pues con su ejemplo, todos serán benévolos y rectos.
“Lo que realmente importa es la benevolencia y la rectitud”, decía. Y tanto
Aristóteles como Mencio abogaban por preparar moralmente a los funcionarios
públicos. Estas propuestas de moralizar al Estado, si bien no se cumplieron,
sirvieron como ideales morales orientadores de la praxis política.
Solo
será hasta el naciente realismo político, derivado de una instrumentalización
del pensamiento de Maquiavelo y Hobbes, que el moralismo político se convertirá
en una máscara, en un instrumento de intereses. Ni servir al pueblo ni servir a
Dios será el sentido de la praxis política, sino a intereses de grupos o
individuos. Si en la época premoderna el individuo debía servir al Estado,
ahora es el Estado el que debe servir al individuo. La instrumentalización del
Estado y la separación de las personas reales se da a través de la paulatina
burocratización y profesionalización de la política. Nada funciona hoy en el
Estado sin técnicos: administradores, economistas, ingenieros, contadores,
planificadores, estadistas, para quienes las cifras macro, los datos generales,
aparecen como fundamentales en sus decisiones públicas. Las abstracciones son
más reales que los propios ciudadanos de carne y hueso. La complejidad de los
Estados contemporáneos, sumado a la burocratización, extensión del territorio y
tecnificación, hace que pierda el sentido de su existencia: el ciudadano mismo.
Y si a esto se suma la dependencia de los Estados de organizamos
internacionales, más difícil será el cumplimiento de su promesa.
¿Y qué
hacer entonces? Mencio hablaba de un “gobierno benévolo”, es decir, preocupado
en la gente. Así, la moralización del Estado pasa por pensar en los ciudadanos,
en las personas que viven, en primer lugar, en sus territorios. No en grupos de
personas o en las camarillas de amigos, sino en todas las personas. Por eso,
sin recuperar una idea fuerte del Bien Común no podemos pensar en un retorno de
la moral a la política. El temor de algunos liberales es que el Estado diseñe
lo que es bueno para todos a costa o contra los intereses de algunas personas
que tienen sus propias concepciones de lo bueno. Por eso apuesta porque cada
uno determine lo bueno para sí, sin intervención estatal. La única manera de
responder a esta objeción es mediante una democracia deliberativa, donde el
propio ciudadano participe en las direcciones fundamentales del destino del
país, decidiendo con otros sobre los bienes fundamentales para vivir y convivir.
Un gobierno de expertos tecnócratas (sean políticos profesionales, abogados,
economistas o ingenieros) termina perdiendo el sentido humanista del Estado
democrático.
Obviamente
no se trata de dejar de lado la tecnocracia, se trata de no perder el sentido
último de toda actividad pública: el bienestar de los ciudadanos. Un “gobierno
benévolo” implica un gobierno que sabe que todo el Estado está sustentado en el
pueblo, por lo que debe velar por sus bienes fundamentales. Y ese, a pesar de
tantos significados, sigue siendo el significado primigenio de “democracia”.
Sin
embargo, ¿no será mejor que no haya Estado? Así, para el anarquismo la esencia
misma del Estado es la corrupción. Por lo que debemos dejarlo de lado. Quizá
sea así, pero lo cierto es que entre el deseo y la realidad hay un buen trecho.
Pues aun las reivindicaciones anarquistas (como las 8 horas) han necesitado del
Estado para su confirmación. Lo que sí es importante, desde el reclamo
anarquista, es la necesidad que afirmar espacios no estatales para sostener la
vida civil, y desde ahí ir decidiendo cuáles son esos bienes más importantes
que requerimos para vivir y convivir. Por lo tanto, el Estado tendrá un sentido
moral solo a partir de los ciudadanos mismos, que sepamos diseñarlo de esa
manera, quitándolo de las manos de mezquinos intereses, que perjudican a la
nación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario